miércoles, 2 de abril de 2008

46. Escrito en domingo

Tenía la agenda tan apretada que sólo veía a su novia los domingos, cuando iban a comer a la montaña, o a comer a la playa, y (dependiendo del sitio) a pasear o a nadar, a hacer escalada y parapente, o esquí acuático y kitesurf. Y así domingo tras domingo, hasta que ella se cansó y le dijo adiós muy buenas. Y como él seguía con la agenda muy apretada, pero no tanto como para no tener los domingos libres, siguió yendo a comer a la montaña y a la playa; sin embargo, no le gustaba pasear o nadar solo, y actividades como el esquí acuático ahora se le antojaban poco menos que impracticables (sobre todo desde que intentó poner en práctica su idea de manejar la barca con control remoto desde los esquíes); así que acabó encontrando otra ocupación para después de comer. Sucedió sin planearlo; simplemente, estaba tratando de resolver un crucigrama (1 VERTICAL: INICIO DE CUENTO, TRES PALABRAS) cuando se dio cuenta de que había escrito una frase (ÉRASE UN LIMPIACRISTALES QUE SUFRÍA VÉRTIGO) demasiado larga, que le daba pie para escribir un cuento; así que se puso manos a la obra, sin más herramientas que el boli con que había estado torturando el crucigrama y las servilletas de papel que no había precisado para limpiarse los restos de tortilla de calabacines (siempre cogía servilletas para dos personas, por la costumbre). Pero no consiguió concluir el cuento aquel domingo, ni el domingo siguiente: la historia se le había ido de las manos, y no paraban de surgir nuevos personajes y subtramas; los personajes secundarios (como el ascensorista claustrofóbico o el locutor tartamudo) cobraban un protagonismo inesperado, y a partir de una simple anécdota improvisada podía aparecer, al menor descuido, un nuevo giro en la trama que cogía por sorpresa a su autor. Y domingo tras domingo, año tras año, en la montaña o en la playa, fue elaborando su cuento en servilletas de papel; aunque, a decir verdad, ya no era un cuento, sino una novela de tomo y lomo…, cosa que, no obstante, se resistía a admitir, porque no quería renunciar al espíritu original de la empresa. No quería que su manuscrito perdiera frescura por el hecho de ser catalogado como novela; para él siempre sería su “chiquitín” y, aunque se enorgullecía al verlo crecer, no podía dejar de pensar en él como un cuento. Hasta que un domingo (tras revelar que el asesino era el rabino antisemita) puso FIN, levantó la mirada y descubrió que ante él se extendía un abismo insondable. ¿Y ahora qué?, se preguntó. ¿Qué iba a hacer el resto de los domingos de su vida? Tal vez debería buscarme otra novia, se dijo, y aunque ya habían pasado más de quince años desde que la última lo dejara, aunque ya no nadaba ni paseaba ni practicaba deportes de riesgo, seguía estando de buen ver. Sin embargo, pronto dejó de preocuparse por estas cosas, porque tal vez sea el momento oportuno para señalar que su secretaria (la misma que le pasaba a máquina los crucigramas) había estado leyendo el manuscrito y lo había ido mecanografiando en sus ratos libres; luego, una vez concluido, lo había llevado en secreto a una editorial que no tardó en publicarlo, cosechando un gran éxito de público y crítica (sobre todo entre esa parte de la crítica acostumbrada a utilizar muletillas como “cosechar un gran éxito de público y crítica”), la misma que consagraría a su autor como el Gran Renovador de las Letras Universales y cosas por el estilo, pero él (que —millonario gracias a las ventas y los derechos de autor que había vendido a Steven Spielberg— se había retirado y ahora vivía con su secretaria a tiempo completo, bla, bla) no estaba del todo satisfecho, porque sabía que en el fondo nunca dejaría de ser un escritor dominguero.

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