Había una vez un redactor publicitario. Era un trabajador disciplinado con algunos momentos de brillantez; la combinación de ambas cualidades le había proporcionado algún reconocimiento en la profesión: tres o cuatro premios y dos o tres palmadas en la espalda. Sin embargo, de un tiempo a esta parte había advertido que, a pesar de las muchas horas que le echaba, sus ideas (y sus textos) morían en algún punto del largo trayecto entre sus neuronas (y su ordenador) y los medios de comunicación; los directores creativos, los clientes o los implacables consumidores que participaban en los pretest: cualquiera de ellos podía ser el próximo verdugo de su trabajo.
Una noche, el redactor se encontraba trabajando en la agencia. Aunque era temprano (aún faltaba un poco para la medianoche), no quedaba nadie más. Él tampoco pensaba quedarse mucho rato: le bastaba con encontrar una idea que le permitiera comunicar de forma creativa el lanzamiento de una nueva porquería que, además de adelgazar, estaba deliciosa. Sólo tenía que encontrar esa idea, y se iría a casa. Mañana a primera hora ya escribiría los guiones. Pero la idea no llegaba y… De repente, lo asaltó un fogonazo de clarividencia: se dio cuenta de que ya no esperaba que la idea que saliera de su mente terminara convertida en anuncio, un anuncio epatante; lo único que esperaba era hacer los deberes. ¿Dónde estaba la ilusión que había tenido cuando entró en la agencia, no tantos años atrás? El redactor recogió sus cosas.
A la mañana siguiente llegó decidido a pedir la cuenta. Lo había meditado durante toda la noche, y no había vuelta atrás. Pero, al pasar delante de su mesa, vio algo sorprendente: en la pantalla del ordenador había unos guiones. Los leyó. ¿Quién los habría escrito? No estaban mal. Los pulió un poco, eliminó algunas frases reiterativas y los volvió a leer. Ahora estaban mejor. Los imprimió y fue a presentárselos al director creativo. Un mes después se fueron a rodarlos a la Patagonia.
Todas las mañanas era lo mismo. En su ordenador había unos guiones, eslóganes, jingles… Él los mejoraba, claro, y luego se los presentaba a su jefe. Éste se los hacía mejorar todavía más; luego, el cliente se los hacía empeorar. Medio año después, el redactor había sido promovido a director creativo.
Un jueves por la noche, se encontraba tomando unas copas con unos amigos. Borracho perdido, comentó el caso. Sus amigos, igualmente borrachos, le dijeron que eso fijo que eran duendes. Como estaban cerca de la agencia, decidieron ir a investigar. El flamante director creativo se mostró reticente: podía haber alguien trabajando… “¡Claro que hay alguien! ¡Los duendes!”, le contestaron los otros. El publicitario no opuso más resistencia; después de todo, le picaba la curiosidad…
Cuando llegaron a la agencia, los encontraron delante de su ordenador. A primera vista no parecían duendes. Parecían más bien un chico y una chica de unos veintipocos años. Y lo más sorprendente es que al director creativo le sonaban sus caras.
lunes, 26 de mayo de 2008
118. Los duendes y el creativo publicitario
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