viernes, 4 de abril de 2008

50. Cenicienta Maradona

Antes de empezar este relato, me gustaría dejar claras cuatro cosas. A saber:


Uno.

Éste no es el cuento de la Cenicienta. El cuento de la Cenicienta lo escribió Perrault y lleva por título “La Cenicienta”, o algo así. Por supuesto, hay cenicientas mil versiones del cuento, pero ninguna de ellas se titula “Cenicienta Maradona” (creo). Así que todo aquel que espere encontrar madres y hermanas putativas, madrinas con varitas mágicas, roedores y cucurbitáceas convertidos en vehículos de tracción animal, príncipes azules y muchos extras bailando valses antes de medianoche, finales felices y todo eso, que no siga leyendo: más le vale buscar en otro sitio o cogerla en vídeo.


Dos.

Tampoco es un cuento de fútbol. El fútbol es un deporte noble donde prima el afán de colaboración, las ganas de divertirse y el juego limpio. Elementos encomiables que no tienen cabida en esta historia.


Tres.

Está la cuestión de los personajes. Es éste un asunto delicado que merece una especial atención.

Son tres los personajes: la Ella, el Él y lo Ello.

La Ella no es la Cenicienta, pero desde que tiene uso de razón la han llamado Maradona. Es honesta, buena cocinera y amante de la pornografía, de los sellos autoadhesivos y de pasear los domingos por la mañana. Aunque NO TIENE PAREJA, es una mujer muy agraciada físicamente. Esto resulta obvio cada vez que se encuentra delante de un objeto aproximadamente esférico que guarda un cierto parecido (aunque sólo sea debido a su aproximada esfericidad) con un balón de fútbol; es entonces cuando su “agraciada” pierna derecha demuestra que, en efecto, reúne todas las condiciones imprescindibles para hacer palidecer de envidia a cualquier lanzamisiles que se precie. Por lo demás, es bastante fea.

El Él no es un príncipe azul, pero guarda como oro en paño un zapato de cristal que encontró una vez en la vía del tren. El Él pertenece a esa clase de personas que podría trabajar en una biblioteca, pero trabaja en una zapatería que se llama Zapatonia y que se encuentra en mitad de un centro comercial de la periferia. NO TIENE PAREJA, pero no le preocupa: sabe que tarde o temprano la encontrará; sólo tiene que dar con la propietaria de un pie derecho que encaje perfectamente en su zapato de cristal. No espera que sea muy guapa (el canon de belleza femenina no encajaría en el zapato de cristal ni con cuatro pares de calcetines de invierno): le basta con que sea honesta, buena cocinera y amante de la pornografía, de los sellos autoadhesivos y de pasear los domingos por la mañana. Pero, por encima de todo, busca una mujer que no se sienta incómoda ante el hecho de que su cabeza guarda un parecido sospechoso con un balón de fútbol.

Lo Ello no es un personaje en sentido estricto, pero su papel en esta historia resulta crucial. Se trata de un zapato de cristal, pero no un zapato delicado y quebradizo, sino un señor zapato blindado que había sobrevivido a veinticuatro trenes de cercanías, cuatro de lejanías y nueve de mercancías antes de que el Él lo encontrara. Un zapato que NO TIENE PAREJA. Un zapato que lo que sí tiene es una puntera de diamante, aguda y afilada como pocas cosas. Un zapato de cristal que sólo se podrá calzar una persona (y con ayuda): una mujer honesta, buena cocinera y amante de la pornografía, de los sellos autoadhesivos y de pasear los domingos por la mañana. Una mujer a la que por algo llaman Maradona.


Y cuatro.

Se me han acabado las ganas de empezar este relato.

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