—Desde que sale en la Biblia no hay quien lo aguante.
—Y que lo digas. Está endiosado.
—El otro día va y se pone a resucitar a un tipo… ¡y delante de todo el mundo!
—Eso son ganas de exhibirse.
—Sí, sí… pero eso no es nada. Tú viniste a la boda, ¿verdad?
—Sí, ¿por qué…? ¡Ah, sí! Ya me acuerdo.
—Pues debemos de ser los únicos, porque menudo ciego que llevaban todos aquel día.
—No me extraña. ¿A quién se le ocurre convertir el agua en vino?
—Y los niños… ¿Qué les íbamos a dar, si ni siquiera dejó un poco de agua para rebajarlo?
—Y el tío, que no paraba de decir aquello…, ¿cómo era?
—Tomad y bebed todo, o algo así.
—Y lo peor fue la vuelta… De milagro nos fue que no nos parara la centuria.
—Ya te digo.
—Si eso no es afán de protagonismo, que baje Dios y lo vea.
—La culpa de todo la tienen los evangelistas, que son unos sensacionalistas.
—Sobre todo el Juan ese. ¿Has leído el Apocalipsis?
—Yo no leo esos rollos seudoproféticos.
—Ni yo, pero me lo han contado.
—Ya…
—…
—Aunque el público también tiene su parte de culpa.
—Ahí te doy toda la razón.
—Si es que a la gente le va el morbo.
—Sí, mira las lapidaciones…
—Bueno, yo estaba pensando en las crucifixiones…
—Por cierto, ¿a qué hora empiezan?
—No sé, pero… ¿dónde está la gente?
—¡Mierda! Corre, que llegamos tarde.
jueves, 10 de abril de 2008
61. La fama
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
2 comentarios:
Jehova, Jehova, Jehova, Jehova... (qué ganas de ver la vida de brian)
¿Mientras escuchas un tango?
Publicar un comentario