El rey contempló con lágrimas de oro la que había sido la más hermosa estatua del reino, ahora convertida en una vulgar bagatela que, no obstante, aún reproducía a la perfección la figura de su hijo predilecto. ¿Dónde estaba todo aquel baño de oro que hasta el mes pasado había competido con el sol?
No importaba, se dijo el rey. Aquello tenía fácil solución. Sólo debía ordenar que lo subieran al pedestal y… Pero no. Ya estaba harto de aquella clase de ostentación. Además, se trataba de un monumento a la belleza del hijo, no de una burda excusa para glorificar una vez más el don del padre. No, pero… ¿qué podía hacer? ¿Ordenar que le dieran otra capa de oro, para que volvieran a robársela los muertos de hambre del reino? No, ésa no era la solución… Además, acababa de tener una idea.
Era una idea más “peliculera”, quizás… pero no en vano lo llamaba el Steven Spielberg de la monarquía.
Más tarde, cuando el príncipe acudió a la llamada de su padre, éste bajó corriendo del trono y le dio un fuerte abrazo.
viernes, 11 de abril de 2008
63. Midas
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