Ahí están. Un sinfín de rostros anhelantes alzados hacia mí. Fotógrafos y periodistas que renunciaron a sus sueños a base de irlos posponiendo. Ahora se conforman con mirarme, a la espera de que yo haga un gesto mínimo: un ademán insignificante capaz de llenar sus revistas, sus periódicos, sus telediarios y sus cuentas corrientes. También están los otros, claramente superiores en número y en ruido. Porque hacen mucho ruido, demasiado. Ellos también alzan sus rostros ansiosos hacia este balcón, aunque ellos aún tienen sueños. Pero de momento también se contentan con aguardar ese gesto nimio, como si a fuerza de nimiedad fuera capaz de llenar sus vidas. No comprenden que sólo conseguirán una sensación de euforia momentánea, el recuerdo de la cual atesorarán durante un tiempo, como una piedra preciosa, pero que se acabará desvaneciendo con el resto de sus sueños como una vulgar baratija. Sin embargo, hay alguien más: entre la masa anónima destaca la mirada triste de un viejo conocido, alguien a quien nunca he visto y que no obstante me encuentro en todas las ciudades, en todos los países. He aprendido a reconocerlo, y hasta le he puesto un nombre: Rüdiger. Con su cartera y sus gafas, su aspecto singular y respetable, se amolda perfectamente al retrato robot que le hizo Mark Knopfler. Es Rüdiger, incluso podría ser el Rüdiger original. Porque hoy estoy en Berlín, asomado a un balcón en el cuarto piso de un hotel como el de la canción, tal vez el mismo. Rüdiger está ahí. No forma parte del grupo de la prensa. Tampoco se le puede incluir entre los adoradores, porque no hace ruido. Su silencio es una de sus señas de identidad, igual que su soledad y su paciencia. Día y noche, llueva o nieve, Rüdiger se arma de paciencia y soledad y silencio a la espera de su valiosa recompensa: un autógrafo. Un insignificante garabato que pasará a engrosar su colección de garabatos insignificantes, al tiempo que lo volverá un ser libre: libre de encadenarse a una nueva búsqueda. Sólo tengo que lanzarle una de mis fotos autografiadas y todo habrá acabado. Alcanzada su meta, se olvidará de mí. Pero yo no quiero que me olvide. Le daría lo que fuera para que me conservara en su memoria. Algo mucho más valioso que una simple firma, un regalo que lo atara para siempre a mi recuerdo. Le daría un hijo. Le podría dar un hijo. Puedo darle un hijo, un bebé como el que sostengo entre mis manos. Sí, se lo voy a dar. Contemplad este bebé, mi hijo, porque ahora mismo se lo voy a dar a Rüdiger. No puedo fallar.
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