No podía quitarme de la cabeza (es un decir) las yemas de sus dedos dándome un masaje espumoso sobre las sienes. Me imaginaba sepultado entre sus pechos, sumergido en riachuelos de su propia leche. Por eso, cuando llamé a la peluquería para pedir hora y me preguntaron si quería que me atendiera alguien en particular, di su nombre. Como si no hubieran oído mi respuesta, me preguntaron si quería que me cortara el pelo alguien en particular; volví a dar su nombre. Si me hubieran preguntado si quería que me clavara mil puñales alguien en particular, habría vuelto a dar su nombre.
El masaje no fue como el de la otra vez. Fue mejor. Yo era Dante, ella era Beatriz y aquello era el Paraíso.
Luego, cuando cogió las tijeras, tuve un atisbo del Purgatorio: la tía no había cortado un pelo en su vida. Me daba igual. Estaba con ella, y empezábamos a conocernos. Tenía sus defectos, pero no me importaba; al contrario, ahora me gustaba todavía más. ¿He dicho que estaba enamorado? Por eso, aunque acababa de convertir mi cabeza en un devastado paisaje posnuclear, sabía que jamás dejaría que mis cabellos fuesen cortados por otras manos.
Su jefa me dijo que me lo podía arreglar, aunque fuera gratis; incluso pagándome. Yo le dije que no hacía falta, que a mí me gustaba así. Era mentira, claro, pero la forma era lo de menos; lo realmente importante era el contexto.
La otra noche la volví a ver. Sus pechos reposaban sobre la barra de un garito de cuyo nombre preferiría no acordarme. Le pregunté qué hacía una chica como ella en un sitio como aquél. Se burló de mi corte de pelo. Y me dio la espalda.
lunes, 24 de marzo de 2008
12. Peluquería básica
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